Los ejemplos dados hasta aquí nos han permitido ilustrar nuestra convicción de que esos “otros planos” de vibración de los cuales da abundantes referencias todo el Ocultismo, puede congeniar con la moderna teoría de los “universos paralelos ”. Ya señalamos que el concepto de “otras dimensiones” adquiere verosimilitud si entendemos que dimensión es una palabra que hace referencia a un concepto de medida (alto, ancho, largo y tiempo, en el Universo físico que conocemos) y que la medida de la frecuencia en que vibra atómicamente una determinada materia también implica un cambio de “dimensión”. Si un ser, un planeta o un Universo todo vibrara a una frecuencia distinta de la del que conocemos, no sólo no sería perceptible por nuestros sentidos o nuestros aparatos (que sólo registran aquello para lo que fueron diseñados, es decir, lo que para la mentalidad del inventor puede entenderse como Realidad), sino que coexistiría con el Cosmos que conocemos, interpenetrándolo, sin afectarse mutuamente en absoluto.
Se comprenderá asimismo que es sólo una cuestión de causalidad dimensional (es decir, de circunstancias espacio-temporales) que la irrupción del ente se haga ante nosotros (visualizaciones) o en nosotros (posesiones). Como cualquier estudiante de electrónica sabe, la multiplicación de dos frecuencias de distinta amplitud o longitud de onda genera un tercer tipo de onda producto de las dos primeras (donde la suma de los efectos es igual a la suma de las causas). En nuestro caso, la superposición de la conducta de la víctima humana con la del ente astral (aunque éste no sea necesariamente agresivo) genera una tercera conducta, at í pica y visible, que es la que nos causa alarma.
Pero no necesariamente todos esos seres son perjudiciales en sus manifestaciones. Existe un buen número de ellos cuyas acciones pueden beneficiarnos, y en el aprovechamiento de los mismos se basan algunos de nuestros mecanismos de protección. En este sentido, atiéndase que una vez que se ha descubierto cuál es la naturaleza de la agresión (ya sea por las descripciones de los mismos que hemos dado en la primera parte, como por observación directa o algunos de los métodos de detección que daremos en ésta) es fácil advertir cuál es el área (o las áreas) de nuestra vida (personalidad, actividad social o material, afectiva, etc.) que será inmediatamente susceptible al perjuicio de ese ataque para, a partir de allí, seleccionar el Arquetipo Protector que hemos de invocar en nuestra defensa.
En líneas generales, y para ir entrando en materia, diremos que la identificación es el blanco seleccionado; el arquetipo protector el arma por la que optamos; los símbolos arquetípicos, la munición elegida y el ritual (mental o material) el propulsante que llevar á el proyectil al blanco.
A nuestro lado, si tomamos las debidas precauciones, habrá siempre un instructor de tiro: algún miembro de la policía oculta o policía astral. Y por si se generaliza un tiroteo entre ambos bandos, debemos llevar puesto un chaleco antibalas: la campana protectora.
Debemos recordar también que si nuestro enemigo es suficientemente hábil puede aprovecharse del “efecto boomerang”de todas nuestras acciones, hiriéndonos con nuestra propia arma.
Por supuesto, debemos tener muy en claro qué es lo que nosotros vamos a aprovechar como resultado de nuestras “invocaciones”. No se trata, precisamente, de que aquello llamado descienda a nuestro plano o se haga de alguna forma presente; sino que cristalizaremos momentáneamente en nosotros algunos de los elementos que forman parte de ese Arquetipo, correspondencia macrocósmica de un elemento que, ya presente microcósmicamente en nuestro inconsciente, reaccionará por esa misma correspondencia. Así que repasemos algunos conceptos.
Jung, principal discípulo de Freud y fundador de la corriente psicologista que lleva su nombre, afirmaba que podemos dividir nuestra esfera psíquica (para su mejor comprensión) en estratos, reconociendo los siguientes:
En primer lugar, nuestro consciente. Es el yo soy, yo quiero, yo puedo, el aquí y ahora de nuestra volición. Por debajo de él encontramos al inconsciente, que es en realidad el “gigante dormido” de nuestra mente. Entre ellos como una tenue línea divisoria, yace el preconsciente. Jung empleaba en este caso la imagen de un iceberg donde la “montaña” de hielo que divisamos por sobre el agua es el consciente, el monstruo sumergido, el inconsciente, y esa franja ambigua, que por momentos emerge y por momentos se sumerge, el preconsciente.
El preconsciente define a ese estado de somnolencia inmediatamente antes de dormirnos o inmediatamente después de despertarnos. En el preconsciente se produce el fenómeno conocido como “déjà vu”(en francés, “ya visto”) que es cuando, por ejemplo, al llegar a un determinado lugar, entrar en una habitación o vivir una situación específica, creemos o nos parece que lo hemos visto o vivido con anterioridad. Esto, que ha sido un campo fértil para las especulaciones baratas del espiritismo, donde prende fácilmente la suposición de una reencarnación u otras creencias, tiene una sencilla explicación neurológica.
Supongamos que tratamos el caso de, por ejemplo, entrar en una vivienda y tener la sensación de que ya la conocíamos. Se trata, aquí, de información que ingresa visualmente y que luego de recorrer un intrincado camino neurológico, pero que podemos esquematizar como dos conductos de alimentación, llega al cerebro. Para que nuestra consciencia tome consciencia (valga la redundancia) de esa información, ésta debe “inundar ” ambos hemisferios simultáneamente.
Pero puede ocurrir que, disfunción mediante, la información que ingresa por uno de los conductos sufra un “retraso”, verbigracia, debido a una interrupción en las conexiones dendríticas de las neuronas (células nerviosas por cuyas prolongaciones –axones– y filamentos al extremo de los mismos –dendritas– se transmite la información). Así , lo visualizado llegar á antes a un hemisferio que a otro. Entonces, cuando ingresa en el restante, la mente, al elaborar lo que debería ser la “toma de consciencia” (el “darse cuenta”), descubre que hay información previa en parte del cerebro, y lo elabora como “recuerdo”. Un recuerdo que sólo tendrá una milésima de segundo de antigüedad, pero recuerdo al fin, en lo que respecta a las funciones psíquicas.
Algunos parapsicólogos un tanto desinformados aseguran que estos fenómenos de “déjà vu” son premoniciones, definibles como “clarividencia hacia el futuro ” (si por “clarividencia” definimos el fenómeno mediante el cual accedemos a información o conocimientos por vías no directas y/o sensoriales). Pero la marcada diferencia entre premonición y “déjà vu ” es que en el primer caso, antes del hecho sabemos lo que después va a ocurrir, mientras que en el segundo, después que ocurrió (o mientras lo está haciendo) creemos que lo sabíamos desde antes.
Pero volvamos a nuestra clasificación de estratos psíquicos. Jung demostró que en realidad anidan en nosotros dos inconscientes: por un lado, el personal o individual, que es el que define las particularidades tipológicas (carácter y temperamento) de cada uno de nosotros. Es el que nos hace diferentes, unos de otros. Pero, por otra parte, tenemos un inconsciente colectivo o, mejor aún, una parte de él, que compartimos con toda la humanidad. Como escribiéramos, una gran mente mundial, un gigantesco cerebro conformado por innúmeras células independientes. Cada uno de nosotros somos una de esas células. Esa mente omnipresente está en todos nosotros.
¿Y cómo sabemos de ella?. Sencillo. Todos los seres humanos somos diferentes por acción de nuestros inconscientes individuales. Pero, también, todos tenemos características comunes por nuestro inconsciente colectivo. Es decir, que en todos se repiten determinados procesos o elementos. Ellos son los llamados arquetipos. Estos integran algo así como una célula de identificación de nuestro inconsciente colectivo. Son rótulos de identificación de todos los seres humanos.
Existen numerosos arquetipos, y ya hemos enumerado varios de ellos, que fueron, respectivamente, el arquetipo del Viejo Sabio, el de la Gran Madre, el Temor a la Oscuridad, el temor a lo Desconocido, el Impulso Sexual, la Necesidad de Poder, la Necesidad Mágica (o Religiosa) y también podemos considerar los mandalas.
“Mandala” es una palabra sánscrita que significa “cí rculo”. Podemos distinguir dos tipos de mandalas: los “materiales” u objetivos, y los “psíquicos” o subjetivos.
Los primeros asumen la forma de un cuadro o relieve, tallado sobre cualquier material y pintado de brillantes colores, que es usado por los meditantes orientales como objeto de concentración. Es generalmente circular, concéntrico, y despierta en el individuo estados alterados de consciencia, tras una prolongada observación acompañada de ejercicios respiratorios adecuados. Su compleja elaboración actúa como un elemento inductor de estados semihipnóticos que responden a... mandalas psí quicos, imágenes oní ricas que se manifiestan como círculos luminosos o llameantes de color verde, celeste o turquesa, giratorios y que traducen necesidades inconscientes. Son como un llamado de atención de nuestra psiquis exigiéndonos equilibrio, equilibrio y armonía que se puede alcanzar a través de la meditación con mandalas.
Observen que, en las disciplinas de Control Mental Oriental, la imagen fosfénica productora de estados “alfa”, es decir, de estados de equilibrio y armonía, es un círculo brillante, verde, celeste o turquesa, brillante, giratoria... o sea, un mandala. Ello hace que sea precisamente la imagen con estas características la que señale el paso a “alfa” y no cualquier otra, un triángulo, una lí nea o un paralelepípedo.
Los escépticos pueden desconfiar de la realidad objetiva de los grandes Arquetipos Protectores, así como sus adaptaciones culturales (arcángeles, ángeles, santos, kosmokratores, etc.), y seguramente explicarán tanto su presencia en el inconsciente individual de cada sujeto así como en el sustrato cultural de un pueblo en base a argumentos psicologistas convencionales. Pero en este terreno, como en el de toda religiosidad, debemos andarnos con cuidado.
El sentimiento religioso tiene una génesis muy particular: Jung, por ejemplo, acepta inicialmente el punto de vista de Freud sobre el origen del sentimiento religioso: las representaciones de la divinidad tienen sus orígenes en la imagen del padre, que dotada de una fuerza extraordinaria influye desde el inicio de la vida psíquica del niño hasta su represión en el inconsciente al sucumbir el complejo de Edipo. Como consecuencia de la pérdida de la figura paterna, las virtudes se desplazan a la idea de un Dios Todopoderoso, y los defectos a la idea del Diablo. Pero, ¿cómo encauza el niño esta energía?. ¿Cómo se forma la imagen de Dios?. Jung considera que el padre, singularmente considerado, no basta para explicar esa imagen, sino que es mucho más importante para ello el esquema inconsciente que la constituye. Detrás de los recuerdos sumergidos en los acontecimientos de la vida individual, hay un patrimonio de la especie que se manifiesta en imágenes arquetípicas. De esta manera, para Jung, se abre el camino para la concepción de Dios, no ya como sustituto del padre, sino por el contrario, es el padre físico el primer sustituto que el niño encuentra de Dios.
Como ya hemos visto, y basado en estas investigaciones, Jung concluye que el hombre posee una “función religiosa natural”, necesaria e inevitable expresión del dinamismo psíquico, cuya función es dar expresión consciente a los arquetipos.
Los arquetipos aparecen de manera particularmente apremiante en la religiosidad. Por lo tanto, la religiosidad es una actividad psíquica normal y hasta tiene un cometido equilibrador indispensable. La neurosis estaría vinculada a un debilitamiento o a una expresión unilateral o tergiversada de ella. Jung insiste en que la salud psíquica y la estabilidad del ser humano dependen de la correcta expresión de la función religiosa natural del hombre, y establece una interesante relación entre salud psicológica y verdadera religiosidad.
Debemos entender entonces que la relación que durante la “invocación” establecemos con un ente es sincrética; recordemos que fue Jung quien estableció la existencia de un “principio de sincronicidad”; es decir, la existencia de hechos simultáneos en esencia en puntos distintos del espacio-tiempo. Así , la telepatía se explicaría como dos hechos psicol ógicos idénticos sin relación causal directa que se hacen presentes simultáneamente en dos mentes. Y una premonición o precognición (percepción de un hecho futuro) sería el hecho práctico en sí que ocurre (ocurrir á) en un tiempo futuro, y su reflejo degradado ocupa el aquí temporal en nuestra mente.
En síntesis, el resultado de las invocaciones no hará descender al ente convocado, sino que producirá en nosotros las cualidades distintivas del mismo que, en este caso, serán los Arquetipos Protectores dormidos en el inconsciente colectivo de la Humanidad. Las descripciones que daremos a continuación deberán ser adecuadamente memorizadas para el ritual subsiguiente.
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